Queridos maestros blancos

By Chrysanthius Lathan

Translator: Nicholas Yurchenco

Illustrator: Richie Pope

Enviar repetidamente a los niños de color a los salones de maestros de color a la hora de castigarlos (time out) lastima a todos, incluso a los maestros que los mandan.

Como una maestra negra de secundaria, con baja tolerancia a las tonterías de los estudiantes desde que era una profesora practicante, los maestros blancos de la escuela me han pedido que participe en una llamada telefónica “difícil”, que “hable” con un niño negro que “se está portando mal” o una niña negra que “necesita a una mentora”. Me he acostumbrado a responder de manera profesional y amable, aunque a veces quisiera decir otra cosa: “Baby Boy pasa más tiempo en su salón que en cualquier otro lugar. Está buscando sus elogios y consejos. Parecen falsos cuando yo intento hacerlo. Llame a su casa. Su mamá no quiere que se porte mal, pero también quiere que usted haga el trabajo que le corresponde. Entonces, perdone: no, él no puede estar castigado en mi salón”.

No quiero que me malinterpreten; me siento agradecida cuando otros maestros vienen a pedirme consejos para que los ayude a entender a los estudiantes y sus familias de color, pero no ayuda a nadie cuando me usan solo para castigos y llamadas telefónicas.

Un enero de hace algunos años me convocaron a la oficina del director de mi escuela. Suponía que me iban a pedir que hiciera algo, que escribiera o dirigiera algo. En vez de eso, me informaron que el maestro de mi hija le había escrito una nota de disciplina.

Enseñé por 6 años en la misma escuela de mis hijos, la cual estadísticamente era la escuela más negra de la ciudad. Estaba llena de educadores increíbles y únicos, con un buen entendimiento de la diversidad cultural. El maestro de mi hija era un hombre blanco que enseñaba en el mismo piso que yo. Me había sentado a su lado durante muchas reuniones de equipo y durante entrenamientos buenos y no tan buenos. Me había pedido lecciones de escritura y yo las había compartido con él. Entonces, ¿cómo era posible que estuviera compartiendo mi experiencia profesional con él y a la vez yo no tuviera idea de que mi hija tenía problemas de comportamiento en su clase, hasta el momento en que embutió todo en una nota de disciplina al final del quinto mes del año escolar? La nota no resultó en nada, pero quedé confundida. Me enfrenté al maestro para aclarar lo que había pasado. “¿Por qué no me habías dicho nada si mi hija lo hacía desde septiembre?”.

Me respondió con un montón de excusas. “No quiero interrumpir tu enseñanza o usarte como un pretexto”, me dijo.

“¿Interrumpir mi vida? Es mi hija”.

Sospeché que el miedo que sentía el maestro por la situación era lo que había paralizado sus pies antes de caminar a mi salón y lo que había congelado sus dedos antes de marcar mi número de teléfono; es el mismo miedo que ha derrotado a tantos maestros blancos con buenas intenciones. Les digo a mis estudiantes: “No abran la boca sin tener varias fuentes fiables para apoyar su conclusión”. Entonces un día mandé una invitación especial para hacer un grupo de enfoque con los estudiantes que frecuentaban mi sillón de cuero como castigo. Tomé el sobre donde había recolectado las notas de castigo de los estudiantes (les había dicho que las había perdido, pero realmente las había estado guardando) y empecé a escribir invitaciones.

Mientras la mayoría de la clase leía en silencio y mi estudiante Jake finalmente se había calmado y bajado la cabeza en el salón tranquilo, tibio y oscuro, escribí trece invitaciones. Una era para Jake, pero lo despertaría después. Decían:

Están invitados

Intercambio sus opiniones honestas por un bote lleno
de dulces
Hoy en el almuerzo
Utilicen esta invitación como un pase para andar
por el pasillo
No les digan a los otros estudiantes porque se comerán nuestros dulces

Algunos de estos niños habían sido mandados por otros maestros a mi salón como castigo, mientras que otros habían decidido venir por su propia cuenta; sin embargo, mi salón parecía una puerta giratoria para los estudiantes de color que constantemente iban y venían. Algunos estaban registrados en mi clase por lo menos un periodo al día; otros ni siquiera estaban en mis listas de asistencia. Algunas eran chicas, la mayoría eran chicos. Todos eran negros o morenos, menos Jake, un niño blanco que había asistido a esta escuela desde el kínder y ahora estaba en octavo grado.

Lo que quería saber de ellos era lo siguiente: ¿qué es lo que hace que mi clase sea tan diferente a sus otras clases? ¿Por qué se portan bien aquí y se portan mal en otros lugares, luego los castigan y me los mandan? Sabía que el equipo entero de maestros de secundaria quería que los estudiantes fueran exitosos. Algunos de los profesores pueden ser sarcásticos, pero yo soy la reina del sarcasmo. Unos gritan a veces, pero yo también grito… un poco… bueno, tal vez mucho. Entonces, ¿qué hace que la clase de la maestra Lathan sea diferente? ¿Por qué siempre me los mandan?

Sonó la campana del almuerzo y apuré a mis estudiantes para que salieran rápido del salón y recogieran sus chamarras para el almuerzo y el recreo. Les di las invitaciones discretamente a algunos estudiantes. Los niños que no recibieron una me suplicaron para ver lo que decía mientras dirigía a la fila a la cafetería y tomaba mi sopa antes de subir las escaleras nuevamente. Puse el bote de dulces en medio de la mesa hexagonal, agarré mi cuaderno de flores para tomar notas y me senté. Cinco minutos después, tres niños llegaron escoltados por otro maestro y luego siguieron diez más con sus almuerzos.

Empecé con mi razonamiento por haberlos invitado a este foro. “Saben”, les dije, “llevo un tiempo enseñando, pero aún no es suficiente. Vengo a la escuela para aprender también. Lo que aprendo de ustedes me ayuda a ser una mejor maestra, para ustedes y para la clase del año que viene. La mayoría de ustedes están en mi clase en algún momento del día y algunos no. Pero siempre vienen aquí cuando están castigados. Mira, conté sus notas de castigo y…”

“¿Quién tiene más?”, interrumpió Deshawn.

Tenía una rapidez mental, pero la mía era más rápida que la luz.

“Tú”, le dije, mirándolo por encima de mis lentes.

Todos se rieron y agarraron otro dulce.

“Bueno, conté sus notas de castigo. Por eso los invité. Y la verdad es que necesito su ayuda”.

“¿Nuestra ayuda?”, preguntó Jake.

“Sí, Jakey. Necesito que todos contesten una pregunta complicada. Ahora estoy como el meme de Godzilla, con su dedo en el cerebro, pensando, porque no tengo una respuesta a esta pregunta: ¿Por qué siempre vienen aquí cuando están castigados?”.

El salón se puso en silencio, excepto por algunos mordisqueos de dulces.

Hasta ahora, Maya había estado sentada cabizbaja, pellizcando un sándwich de queso quemado en silencio. Esto era común para Maya; casi no hablaba con los maestros. Vino una vez a mi salón, castigada, y le pregunté si estaba lista para regresar. Ella gruñó. Hoy sería diferente.

“¿Quiere saber la verdad, profesora Lathan?”, me preguntó sin mirar hacia arriba. “Es que usted no tiene miedo”.

“¿Miedo de qué? ¿De quién? Dime más, Maya”.

“Profesora Lathan, usted sabe que los demás maestros nos tienen miedo a nosotros y a nuestros padres. Es por eso que no llaman a nuestras casas. Simplemente nos mandan con usted”.

Las palabras de Maya soltaron una tormenta de respuestas, algunas chistosas, algunas serias, que caían tan rápido y fuerte que finalmente tuve que manejar este pequeño grupo de almuerzo como una clase: “Uno a la vez, alcen la mano, no puedo escribir tan rápido”.

“¡Es porque él no tiene control del salón, profesora Lathan!”.

“Porque todavía podemos hacer nuestra tarea aquí y regresar, así podemos evitar a que el maestro se meta con nosotros”.

“A mi mamá no le gusta ella porque me reprobó sin llamarla ni una vez para decirle que yo no hacía mi tarea”.

“Porque todos sabemos que la profesora Lathan no bromea”.

“Usted nos habla como nuestras mamás y nuestras tías; espera que hagamos bien, y si no lo hacemos, hace que le digamos a nuestros padres lo que no estamos haciendo.

“Nos mandan acá cuando se cansan de nosotros”.

“Sacan solo a ciertos niños por hacer las mismas cosas que hacen los niños blancos, tal vez las hacemos un poco más fuerte o atrevidamente, entonces nos castigan”.

“Creo que nos están vigilando desde el momento que entramos en la escuela”.

“Usted sabe por qué, profesora Lathan, no tenemos que decirle por qué siempre nos mandan con usted cuando nos castigan. Es porque usted es negra”.

“No solamente nos mandan con usted. Nos mandan con los otros maestros y asistentes negros también, Mr. Jones, Ms. James…”.

“Usted no nos tiene miedo. Pero si le tenemos miedo a usted. Es una broma; digo, es un miedo positivo. Tenemos miedo de decepcionarla. Tenemos miedo de entrar en otros salones porque sabemos que nos van a empezar a gritar como locos aún antes de que nos sentemos”.

Los estudiantes hablaban de mi tono de voz y mi comportamiento cotidiano, mis rutinas del salón, mi tolerancia al espacio personal cuando es necesario, mi baja tolerancia a evadir o rechazar el trabajo, mi expectativa de que trabajaran duro en vez de echarlos del salón, mi ambiente de respeto a cada uno en la clase y demás. Todo esto me sonaba a lo que haría cualquier maestro bueno.

El tema que predominaba era el miedo. Los estudiantes hablaron de dos tipos de miedo: el miedo que los maestros les tienen a los estudiantes y su propio miedo hacia los maestros.

Como adulta y profesionista, claramente hubo algunos asuntos que no me atreví a hablar con el grupo de niños. Uno era el hecho de que prácticamente estaba haciendo el trabajo de otro adulto al diciplinar a sus estudiantes en mi salón. Trabajo duro, pero tengo un poquito de flojera. No quiero hacer el trabajo de otras personas, así como seguramente nadie quiere hacer el mío.

Otro problema es que les estoy enseñando a los estudiantes de color a navegar un salón con rutinas y reglas basadas en ideales blancos, donde solo hay una manera “correcta” de ser un estudiante exitoso: mostrar respeto a la autoridad en formas reconocidas por la cultura blanca, trabajar hacia un estándar, no desafiar, no causar olas y pedir disculpas cuando lo haces. Cuestiono mi propia ética cada vez que le digo a un estudiante: “Te entiendo, quizás tu maestro no te entiende. Por ese motivo debes seguir sus reglas”. Y después lo mando de regreso a su salón.

El asunto principal, sin embargo, es el tiempo que invierto apagando el fuego que arde dentro de los niños, enfriando la quemazón de los problemas anteriores, vendándolos y diciéndoles que no jueguen con fuego, cuando sé muy bien que no están jugando con fuego. Están entrando a un horno cada vez que entran al salón de clases. Ese horno es el fracaso, y está alimentado por el miedo.

“No quiero que me llamen racista”

Basándome en las conversaciones que he tenido con mis colegas y mis propias observaciones, creo que muchos blancos viven con miedo de que sus acciones de buena fe sean etiquetadas como racistas. En vez de enfrentarse a ese miedo y ver lo que pueden aprender de sí mismos en el proceso, muchos profesores blancos parecen creer que una mejor alternativa sería juntar a los estudiantes de color con maestros que se ven o hablan como ellos, o como la gente en su familia, para que tengan un modelo a seguir o un mentor positivo. No dudo que necesitamos más maestros de color en nuestras escuelas; pero también tenemos que trabajar con la realidad que existe hoy en día. Muchos maestros blancos se sienten desalentados, creyendo que no están lo suficientemente preparados para abarcar las necesidades de los estudiantes de color solo porque no tienen las mismas experiencias. Y por eso se congelan.

Se congelan cuando los estudiantes como Maya están desconectados y no hacen sus tareas. A lo mejor ella tiene problemas con los cuales ellos no pueden identificarse, y probablemente no los va a compartir porque ella sabe lo diferentes que son. ¿Acaso eso quiere decir que pueden ignorarla mientras no hace su trabajo y solo ayudar a los estudiantes que alzan sus manos con entusiasmo? Se congelan cuando los estudiantes como Isaac salen enojados y dicen que odian la escuela y cada uno de los ladrillos que la forman. ¿Acaso eso justifica mandar a Isaac con el maestro Jones porque el maestro Jones va a la iglesia con su familia? Se congelan cuando Shauna está viendo videos de twerk en su celular durante la clase de ciencia. Claro, hay reglas acerca de los teléfonos en la escuela, pero ¿vale la pena decirle que lo guarde y arriesgar a que explote en la clase? Se congelan cuando llega el momento de llamar al papá de Julius porque Julius necesita un tutor. El papá de Julius acaba de salir de la cárcel. ¿Acaso eso justifica dejar que Julius siga un mal rumbo, o mandarlo directamente al director porque su padre tiene antecedentes penales?

“Las conversaciones telefónicas con los padres no van bien”

Me han colgado literal y metafóricamente varias veces cuando he llamado a los padres a casa, pero la mayoría de las conversaciones que he tenido han sido útiles. Cuando llamo a los padres o guardianes sigo estas pautas:

  1. Siempre llamarlos señor, señora o señorita, seguido por su apellido. No hacer suposiciones. Si es necesario pregunto cómo se dice su nombre correctamente y recuerdo como pronunciarlo.
  2. Referirse a su hijo por su nombre de pila.
  3. Conversar con los padres. Resaltar lo positivo de su trabajo académico y social.
  4. Al hablar con los padres de algún problema, hacerlo de manera concreta sin interpretar, y darles oportunidad para responder. Por ejemplo: “Hoy cuando James estaba con otro estudiante, le quitó la silla y el otro estudiante se cayó,” en vez de “James lastimó a otro estudiante en su mesa e interrumpió mi lección”.
  5. Pedirles ayuda. El estudiante será su hijo para siempre, yo solo soy su maestra por un año. Considerar al padre como el experto.
  6. Hacer un trato entre padre, estudiante y uno mismo acerca de cómo los tres van a ayudar a que el niño sea exitoso en el área donde tiene el problema.
  7. Llamar de nuevo en dos semanas para actualizar y darles las gracias.

“Les estoy dando una persona positiva con la cual se pueden identificar. ¿Qué tiene eso de malo?”

Aunque los maestros blancos pueden sentir que están ayudando a los niños de color al mandarlos con alguien con quien se pueden identificar, en realidad les está saliendo el tiro por la culata. Cada vez que mandan a un niño con otro adulto para manejar su comportamiento, ese maestro pierde un poco de poder, sin importar la raza del niño o del maestro. No obstante, hay un mensaje subliminal que muchos profesores blancos no ven; pero es una verdad fuerte y deslumbrante para los padres y estudiantes de color: a este maestro no le importo. Hoy día les imploro que le den importancia a ese estudiante. Denle suficiente importancia como para desarrollar y fortalecer una relación especial con ella o él. Denle suficiente importancia como para descubrir en qué momento falla la comunicación entre ustedes. Denle suficiente importancia como para que sea responsable y trabaje cuando sea hora de trabajar. Denle suficiente importancia como para descubrir si evade el trabajo por razones académicas, sociales, emocionales o de salud. Denle suficiente importancia a este estudiante como para que llamen a sus padres para que lo ayuden, sabiendo que un padre es un maestro con más influencia que ustedes. Denle suficiente importancia a sus colegas de color como para dejar de usarlos a la hora de arreglar el desastre que ustedes han creado.

Obviamente ningún maestro quiere mandar un mensaje de indiferencia. Es obvio que a los maestros les importan las personas de sus escuelas. Si no, buscarían otro empleo que pagara más y exigiera menos. Igual como no conozco a padres que permitan el mal comportamiento de sus hijos, tampoco conozco a maestros de ninguna raza que busquen mandar un mensaje de indiferencia a sus estudiantes.

“No puedo controlar el hecho de ser blanco. ¿Cómo puedo demostrarles a mis estudiantes de color que sí me importan?”

Permitir que el miedo deteriore su capacidad para desarrollar relaciones en sus vidas personales tendría consecuencias emocionales devastadoras; entonces, ¿por qué dejar que el miedo les impida ser educadores compasivos? El miedo hacia una raza de personas alimenta el horno del fracaso de los estudiantes de color. El hecho que sean profesores blancos y no vean el mundo de la misma manera que sus estudiantes de color no significa que no puedan crear un ambiente donde la honestidad, el rigor y las relaciones interpersonales florezcan en sus salones, sin que se sientan forzados a fingir por tener miedo a que los etiqueten.

Si ustedes son maestros de estudiantes de color y si alguna vez le han pedido a un colega de color que les “ayude”, “guíe”, “sea el mentor” o “simplemente hable” con un estudiante con el cual ha tenido dificultades para trabajar, es hora de que despierten. Sin duda, llega un momento en todo salón de clases cuando algún estudiante tiene que salir para que ella –o usted– se calme. El vaivén de los niños de color, no obstante, tiene que parar. Al mandar a sus estudiantes de color a maestros como yo, me están forzando inadvertidamente a contribuir a un sistema racista en el que me toca decirle a los niños cómo deben comportarse dentro de sus cuatro paredes, y mandarlos de nuevo a sus salones. Eso no es justo para ellos, y no es justo para mí. Deben encontrar esa parte de sus cuerpos que se cohíbe cada vez que tienen que interactuar con gente de color, y proponerse a enderezarla. Deben enfrentar su incomodidad a todo costo. Descubran por qué en realidad no quieren llamar a casa, hacer que se quede el niño después de clases, decirle que se siente o que termine su ensayo.

Para ser efectivos en la enseñanza de los niños de color, deben entender lo siguiente: yo sé que ustedes no se parecen a mí ni hablan como yo, pero eso no quiere decir que ustedes no tienen poder. Mi fuerza en el salón no es el resultado de mi identidad racial, ni tampoco la suya. Es el resultado de la manera en que tratamos a –y lo que esperamos de– los niños y sus familias. Es el momento para que recuperen el poder en sus salones. Claro, no dejen de buscar los consejos de sus colegas de color, pero no nos manden a sus estudiantes sin primero examinar su práctica como maestros y cómo la deben reparar.  

Chrysanthius Lathan es una maestra de octavo grado y entrenadora de la enseñanza de escritura en una escuela pública en Portland, Oregón.

Nicholas Yurchenco (nyurchenco@gmail.com) es un escritor, traductor y músico independiente basado en Portland, Oregón.